[...]El bovarismo es como una ley de lo real: universal- mente compartido, desencadena la cólera de Diógenes y
también su crueldad, es decir, su resuelta preferencia por
lo verdadero, por urticante que pueda ser, pues "la verdad
es amarga y desagradable para las personas sin espíritu,
mientras que la falsedad les resulta cómoda y agradable.
Es exactamente como lo que les ocurre a los enfermos: la
luz les lastima los ojos y en cambio se sienten bien en las
tinieblas que les impiden ver y no les causan ninguna mo-
lestia".' La filosofía es la farmacopea del enfermo, el sa-
bio es su médico: la metáfora de Marco Aurelio será drás-
tica en el caso de Nietzsche. Generalmente, las ideologías
hacen las veces de consuelo: sus artificios necesitan fábu-
las, deformaciones e historia, con las cuales se funda lo
social. Los cínicos quieren socavar la confianza en esos
pilotes engañosos. Nada escapa a sus sarcasmos. Critican
toda arquitectura de fundación, la minan y luego la des-
truyen. El auténtico trabajo filosófico consiste en descu-
brir la superchería, denunciarla y practicar una pedagogía
de la desesperanza*.
[...]Los caminos largos atribuyen demasiada importancia a los
medios, hasta el punto de hacer casi desaparecer los fines.
Se olvida el fin para concentrarse en las maneras de llegar
a él. Mientras tanto, el período preparatorio es demasiado
absorbente. Por una suerte de irónica compensación,
hay que pagar con dificultades el tiempo ganado: se avanza
más rápido, pero el camino es más arduo. Lo que se gana se
pierde en comodidad. Para el asceta cínico la acción es el
entrenamiento privilegiado. La anécdota cínica da testimonios
en este sentido: el filósofo es un practicante, su método
es el gesto, las huellas que deja se concentran en historias
-que constituyen el corpus cínico- y en su originalidad.
[...]Entre los cínicos, la figura emblemática del poder
de la voluntad es Hércules.
[...] Es conocido el periplo que llevó a
Hércules a encontrarse en el bosque con el león de Ne-
mea, en la ciénaga con la Hidra, y en el Jardín de las Hes-
pérides con las amazonas y las manzanas, por no mencio-
nar los toros domesticados, las aves exterminadas y algún
viaje al infierno. Pero lo que más aprecian los cínicos en
este personaje mítico no es tanto la figura del héroe co-
mo el símbolo de la energía, la valentía y la fijerza ante
las adversidades titánicas: el personaje expresa, en sínte-
sis, "las pruebas que encuentra el alma en el camino de la
virtud".'' Hércules es también la antítesis de Prometeo,
concebido como emblema de la civilización, ladrón del
fijego y condición de posibilidad de lo social a través de
la fragua y el dominio de las llamas. El semidiós de los
doce trabajos es el emblema de la autonomía y de la vo-
luntad eficaz. El hombre del hígado desgarrado puede
considerarse una metáfora de las trabas sociales. Laercio
llega a decir del hombre de Sínope: "Llevaba el tipo de
vida que había caracterizado a Hércules, quien elevaba la
hbertad por encima de cualquier otra cosa"
"El mejor de los seres humanos, hombre verda-
deramente divino y justamente elevado al rango de los
dioses, debió recorrer el mundo casi desnudo, cubierto
apenas por una sencilla piel de animal, sin pretender nin-
guna de las cosas que nos son necesarias. [...] Apartaba el
dolor de los demás; [...] dominaba la tierra y el mar: en
efecto, en todo cuanto emprendía resultaba siempre ven-
cedor; nunca encontró su igual y aún menos su señor
[...].Era un temperamento fuerte que se dominaba, pro-
curaba vencerse a sí mismo y repudiaba la molicie"." Las
últimas líneas son en sí mismas todo un programa de vi-
da: fuerza, dominio de sí, determinación, voluntad, todas
las virtudes que en el cínico forman el conjunto que le
permite llevar a buen término su obra, a saber, la felici-
dad en el pleno goce de uno mismo.
El nihilismo estético de Diógenes se complementa
con un arduo voluntarismo; la actitud espectacular care-
ce de sentido si no la completa un ardor por la acción en
la única dirección que merece el trabajo del estilo; la
existencia. En este sentido vale la pena leer la frase de los
Ensayos en la que Alontaigne dice: "Nuestro oficio es
configurar nuestras costumbres, no componer libros ni
ganar batallas o provincias, sino alcanzar el orden y la
tranquilidad de nuestra conducta. Nuestra obra de arte
más grande y gloriosa es vivir oportunamente. Todas las
demás cosas, como reinar, atesorar, ganar, no son más
que apéndices y accesorios de lo mayor".
Anacrónico, este programa ya no parece atraer a los
filósofos contemporáneos, más preocupados por fundar
nuevas teologías y ortodoxias. El concepto mató a la vi-
da, los malabarismos del lenguaje inocularon el tétanos
en lo cotidiano: la existencia es la menor de las preocu-
paciones actuales. Pero nada nos prohibe desear que en
este paisaje de desolación sople un espíritu pagano sobre
los montes desiertos y las vastas extensiones lúgubres y
poco hospitalarias de nuestro pensamiento contemporá-
neo. Ese es el precio de una ética poscristiana.
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